A todas horas canta la misma canción. Repite su idea una y otra vez. Rebota por mi cabeza, buscando el lugar exacto para quedarse a vivir. Al final me convencerá, me lo creeré. Lleva tantos años con lo mismo que ya asumo que es una más de mí. Por las noches acaricia mis párpados y me muestra en cinemascope las tomas falsas de los mejores momentos. Me susurra al oído todas y cada una de las cosas que hice mal y me abraza con sus manos frías por la espalda. Es así, es su manera de decirme que tiene el control, que jamás podré sacarla de ahí. Sabe que hago mucho caso al corazón, todo el caso del mundo, pero desde allí no podría mandar. Le basta un aleteo, un chasquido o un hormigueo de algunos segundos para dominarme. En el fondo me gusta que lo haga.
Me ha ayudado muchas veces. Más de las que le he reconocido. Por eso he aprendido a vivir con su molestia. Es fiel, tenaz y muy sincera, al más puro estilo cabeza, aunque sin serlo. Se inspira de noche y por el día escribe a pie de página ácidos comentarios críticos.
Hace una montaña con mis recuerdos y guarda solo los dulces. Reclama a diario que los besos siempre curan y que la sinceridad está en los abrazos y no en las palabras. Dicta planes imposibles propios de sueños y castiga con pesadillas repetitivas inspiradas en golpes bajos.
Maquilla las partes de mi cerebro y ha convertido mi cabeza en un desván lleno de libros, espejos y pieles de plátano, su fruta favorita. Todo ello sin que a nadie le importe ni se lo impida. El día que se vaya, no será lo mismo, esos silencios tan ahora necesarios y que ella mantiene a raya, se volverán tiranos y crueles.
Con sus canciones tan de barrio como ellos, se han hecho un nombre y un hueco, como la conciencia que habita en todos nosotros y a la que dedico este blog. Con Estopa y su hemicraneal cierro el post de hoy.
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