Tal vez no haya nada más que decir ni que escribir. Tal vez sea porque no es lo mío, porque a la hora de la verdad es todo una mentira, un delirio, una pérdida de tiempo. Al final, todo está decidido desde hace mucho tiempo y lo que diga poco puede cambiar. Me subí al vagón de la vida, donde poco importa lo que seas, lo que lleves en tu interior. Se trata de mirar para abajo, asentar con la cabeza y hablar para decir lo mismo que todos, para luego mandar lejos los sentimientos y hacer que no regresen nunca. Que se los trague el olvido o se los quede otro, da igual el caso es que no vuelvan. Según parece no aportan nada. No sirven para nada útil. Lo tengo crudo, los míos los mandé lejos y vuelven...una y otra vez, más fuertes que antes.
Y se cabrean cuando lo hacen. Me obligan a hacer cosas que nunca haría. Y sobretodo a decirlas. A decir que estaría toda la vida contigo, a decir que tú sonrisa me llena de luz. A escribirte poemas y llenarte la casa de pétalos y flores. A ser cursi, antiguo y rozar la obsesión. A todo eso me obligan. Acabo expulsado de la vida y bajándome en la siguiente estación.
Resulta que este idiota no termina de entender las reglas, no sabe jugar bien y repite unos y otra vez los mismos errores. Mucho estudiar tácticas, mucha defensa dura y organizada, mucho disimulo y al final, le pillan. Me pillan, porque este idiota soy yo. Que parezco empeñado en cambiar las cosas, en que vuelvan a ser como antes, cuando sentir, valía. Y si sentías bonito, más valioso aún.
Son de la época de cuando se podía decir lo que sentías sin ser juzgado. Y así construyeron este clásico canto a la eterna juventud, no por maldad, sino por inocencia. Con Alphaville, cierro el post sobre no poder sentir bonito y decirlo, vaya a ser que...
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